Leiber, Fritz Un Fantasma Recorre Texas 

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Rachel y la cuerda, aun a riesgo de dislocarme los hombros o algo más.
Mi cabeza se desplomó y miré hacia abajo. Mientras notaba que los hombros se me
dislocaban entre dolorosas punzadas, vi que Rachel se acercaba y agarraba la cuerda
también fuertemente con ambas manos y con los dientes.
En ese momento, tuve una premonición absolutamente convincente: algún día ella y yo
formaríamos una escuadrilla aérea o de caída libre.
Fuimos izados en un instante a través del agujero y nos encontramos recostados en un
vehículo que casi no se veía.
Con ello quiero decir que estaba construido principalmente con un plástico claro de
igual índice de refracción que la atmósfera terrestre. Aquí y allá se distinguían algunas
partes de él: motores, un eje, algunos vástagos y Sus ocupantes.
Eran los amerindios que nos habían alzado. Sentado ante una mezcolanza de mandos
de metal y plástico, estaba Guchu.
Nos sonrió, pero no dijo una palabra.
Al otro lado del plástico que nos circundaba, la polvareda parda brotaba elevándose por
todos lados. Por encima de nuestras cabezas, grandes espadas invisibles de rápidos
destellos la cortaban de través.
 Es un ACAC (Autogiro y Cojín de Aire Combinado)  explicó Rachel,
sobreponiéndose al bramido y arrastrándose hacia mí.
Los rayos luminosos brillaron a través de la polvareda, dándole un tono rojo oscuro,
Guchu reía entre dientes. Noté que el vehículo se inclinaba y elevaba. Nos libramos del
polvo, pero no llegaron más rayos rojos luminosos.
Rachel me recostó el cuello y la cabeza dolientes, y me giró esta última para que
pudiera ver cómo una de las grandes torres nos resguardaba del rancho de Lamar y de
los fusiles láser de los guardias.
Guchu, mostrando su reluciente dentadura, dijo:
 Viajaremos a la sombra de la indumentaria que cubre al gigantón hasta que estemos
fuera de su alcance.
El amerindio dijo:
 No indio muerto, no negro muerto, no rostros pálidos muertos. Bueno.
Miré en torno, con los ojos en cierto modo indiferentes. Ni siquiera el ver mi pobre
dermatoesqueleto y mi traje del Saco me entristecía o enloquecía. La hora anterior fue
muy completa.
La sofisticación del vehículo contrastaba con el aire de sencillez y pobreza
revolucionaria que yo encontré en la iglesia y el cementerio la noche anterior.
 Si es un ACAC, ¿por qué lo llamáis submarino?  pregunté a Rachel, y bostecé.
 Porque no lo es  contestó, mientras me daba unos toques de antiséptico y me
aplicaba vendajes adhesivos en el pecho . Es otra pista falsa para los guardias.
 Y tú no eres la Madonna Negra, eres María Magdalena  añadí indolentemente, 
Cállate.
Observé, estampada con letras negras en el plástico cerca de mí, la inscripción:
PERIBLUCA CAPICIFA GERNA, Lentamente y con dificultad, la traduje de su latín
macarrónico: República Pacífica Negra.
«Ah, vamos  pensé lánguidamente , las revoluciones son todas más menesterosas
que los terceros partidos y deben aceptar ayuda militar y financiera del extranjero».
Entonces, perdí el conocimiento o me quedé dormido.
10 - Surcando el torbellino
¡Alto, Texas, país que nos restauras
cuando las casas nos ahogan y los librotes nos aburren!
La vereda de Santa Fe, de Vachel Lindsay
Volví a despertarme en el Saco, pero esta vez mi estancia fue más breve. Mi madre me
acunaba entre sus rollizos brazos contra su pecho neumático. Sonó un tableteo
penetrante y rítmico. Mi padre debía de estar armando un decorado horas antes de
alzarse el telón. Le imaginé ensartando lentamente, en caída libre, un clavo a dos listones
de plástico agarrado con una mano, y sosteniendo el martillo con la otra.
Pero entonces sentí picazón en la nariz por el olor acre del metal caliente. ¿Estaría mi
padre soldando por puntos otra vez, infringiendo las normas de seguridad establecidas
por Circumluna para el Saco? Muy probablemente: mi padre infringía las normas con
frecuencia, pero siempre en favor del teatro y el arte, o, por lo menos, eso decía él.
Entonces, ¿por qué ese martilleo, que sonaba a un ritmo más deliberado que el de mi
padre?
¿Por qué hacer preguntas? No estaba sufriendo. Estaba donde quería estar. Tranquilo
y con los ojos cerrados. Durmiendo, Junto con el tableteo, oí la respiración jadeante de mi
padre. Resuellos rítmicos. Ansiedad excitada. Papá no debería trabajar tan intensamente.
Corría peligro. (Uno de mis primeros temores era el de que papá muriera en breve plazo:
tan esquelético estaba. Aquello sucedía antes de que yo entendiera de flacos, obesos y
músculos.) La escena imaginaria se alteró, retrocediendo diez mil años o más. Éramos
una familia cavernícola en casa. Sentía en mi barbilla y mis mejillas el áspero pelo de la
piel de oso que mi madre llevaba.
Aquel grosero aliento era el de un dragón que resoplaba fuera de la caverna. Junto a
una diminuta hoguera, mi padre forjaba la espada de cobre con la que quería matar al
dragón.
Abrí los ojos. La última visión se aproximaba más a la verdad. Yo yacía en una cueva,
donde rechonchas lanzas cilíndricas de piedra apuntaban hacia abajo. Estaba protegido
de la gravedad por mullidos cojines, con la cabeza incorporada. Una piel de pelo largo me
cubría hasta la barbilla.
Frente a mí, un indio estaba sentado tras una pequeña hoguera tapiada, cuyo calor
llegué a percibir. Unas llamas fantasmagóricas se elevaban del fondo enrojecido cada vez
que oía los soplidos. Los producía un fuelle. Sí, el indio lo hacía funcionar con la rodilla.
Atravesado en el horno abierto, se hallaba un fémur de mi dermatoesqueleto,
despojado de sus cables. Hacia la mitad, en el sitio de la corvadura, brillaba al rojo. Pero
la corvadura no era tan grande como yo la recordaba.
Con almohadillas protectoras en las palmas, el indio colocó el fémur sobre un yunque y
comenzó a enderezar el dermatohueso golpeándolo con una almádena de cabeza
pequeña.
El fémur continuaba unido al resto de mi dermatoesqueleto. Las otras corvaduras
fueron ya enderezadas. La parte del metal antes encorvada estaba descolorida. La caja
torácica desapareció. El casco craneal conservaba todavía abolladuras superficiales.
El indio no era el que iba en el ACAC. El cabello de éste era plateado; su rostro, un
ovillo de arrugas. Entre ellas, sus ojos me miraban mientras martillaba. Cerca de mí,
apilados, estaban mis tres maletines almohadillados. Aquello me agradó.
El rojo de mi fémur se extinguió, pero la corvadura había desaparecido. El indio me
apuntó con la almádena.
Dijo:
 He descubierto una cosa, Muerte. Sin tu armadura, eres muy débil. Siempre lo
sospeché.
Le sonreí y agité un dedo índice. No esperaba que lo advirtiera, pero su mirada giró
hacia el dedo. Tal vez mi mano asomara por la túnica de búfalo que me cubría.
Más tarde descubrí que lo que me servía de almohada tan blandamente, produciendo
un ligero efecto de caída libre, eran tres colchones de plumón de eider. Bendije a esas
aves, vencedoras de la gravedad, que tanto se preocupan de sus crías que recubren sus
nidos con el plumón arrancado de su pecho.
Tenía sed y hambre. Como si aquella mera sensación fuese una señal, Rachel y la [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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