12. Saer, Juan JosĂŠ 1982 El entenado 

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humo turbulento. El hombre acomodaba la leña con un palo, arrastrando con la punta las
ramitas dispersas en el suelo alrededor de la hoguera. Algunos indios que pasaban le
dirigían un saludo rápido y después se alejaban en la penumbra azul. Dejé atrás el tumulto
de humo, chispas y llamas y me encaminé hacia el río. En la oscuridad azul, la arena re-
lumbraba, más amarilla que a la luz del día. Un hombre salió del río chorreando agua, y se
perdió corriendo entre los árboles. Yo me paré en la orilla.
La penumbra se inmovilizó, pero no se hizo más densa. Me pareció raro que a los pájaros,
que cantaban mucho en el atardecer, no se los oyera. A decir verdad, desde hacía un buen
rato estaban en silencio. Tampoco el agua se movía, a no ser las sacudidas, casi imper-
ceptibles, que llegaban, regulares, a la orilla. Únicamente los ruidos humanos y las voces
humanas, insistentes, resonaban: gritos, saludos, conversaciones, ruidos de hueso o de
madera que humanos manipulaban para ir sacando, de lo indistinto, formas reconocibles. El
ruido apagado de pies descalzos que iban y venían rebotando o deslizándose sobre la arena,
se oía también por momentos a mis espaldas. Un poco más lejos, también en la orilla, más
oscuras que la penumbra, se recortaban varias embarcaciones. Todo lo presente, incluidos
nosotros, estaba en, y era, al mismo tiempo, un lugar. A decir verdad, nosotros éramos, más
que el lugar mismo, ese lugar, y como en ese anochecer parecía más acogedor, había algo
de hiriente en su habitual mudez desdeñosa. La paz de ese atardecer lo ponía al descubierto.
Que únicamente perduráramos gracias a su condescendencia, nos rebajaba todavía más que
a las bestias sumisas o indiferentes. Era, según lo pensaban los indios, gracias a nuestro
parecer, que ese lugar parecía un lugar, y, sin embargo, no hacía nada, ninguna seña,
ningún esfuerzo para ganarse nuestra confianza.
La arena firme de la orilla me humedecía los pies descalzos. Distraído como estaba, tardé
unos momentos en darme cuenta de que desde hacía unos momentos se había puesto a
brillar. Era un brillo blanco, fosforescente y, alzando la vista, comprobé que también el río
se había llenado de reflejos de un tinte idéntico. Alcé más alto la cabeza y, dándome vuelta,
dirigí la vista hacia el cielo: era la luna. Nunca la había visto tan grande, tan redonda, tan
brillante. Brillaba tanto que del cielo se habían borrado todas las estrellas. Subía lenta,
irrefutable y única, tibia y familiar y su intensidad explicaba que, en un determinado
momento, la progresión de la oscuridad se hubiese detenido. Ahora, todo lo visible estaba
decorado de manchas lunares que pasaban entre la fronda de los árboles y se estampaban,
de un blanco absoluto, en el suelo, en las paredes y en los techos de las viviendas, en los
cuerpos desnudos que se movían entre los árboles y que parecían emitir un fuego fijo y frío.
Tenía la proximidad amistosa de esas cosas que nos son incomprensibles pero que ya no
nos espantan porque hemos aceptado, quién sabe por qué causa, su misterio. Ninguna razón
justificaba su presencia y, sin embargo, de tanto verla, constante y regular, con sus fases
periódicas, menos distante y más dulce que el sol cegador, sus idas y venidas, tan exactas
que las podíamos prever y que incluso nos servían para ordenar, de muchas maneras,
nuestras vidas, en lugar de inquietarnos, como hubiese debido ser, nos tranquilizaba. Todos
los días, el sol desdeñoso pasaba para mostrarnos, con su luz cruda, la persistencia
injustificada del lugar que éramos también nosotros, en tanto que la luna gentil, gracias a su
proximidad, formaba parte, también ella, de ese lugar, era una especie de puente entre lo
remoto y lo familiar. Gracias a ella el todo, que derivaba, inacabado, en lo oscuro, parecía
saber algo de nosotros y prometernos una aniquilación menos ciega. Aunque no fuese capaz
de preservarnos ni de interceder, la luna tibia con su compañía insistente podía darnos la
ilusión de que lo inacabado nos medía, desde el exterior, con un rasero no muy diferente del
que nos aplicábamos nosotros mismos.
En general, los indios se dormían temprano. Pero en esos anocheceres templados, muchos
se demoraban, a veces afuera de las construcciones hasta que era noche cerrada. El que
había encendido la hoguera no lo había hecho con ningún fin especial, a no ser el de en-
tretenerse removiendo las brasas y alimentándolas con leña que juntaba en sus alrededores,
de modo que las llamas crecientes hacían relucir su cuerpo oscuro cuando se inclinaba
hacia ellas para acomodar la leña con un palo. Absorto en su trabajo, parecía ignorar la luna
que subía en el cielo por encima de su cabeza, el tamaño inusual, la redondez perfecta y
desmesurada, el brillo extraño, de una blancura azulada, la presencia excesiva y perentoria.
La claridad que difundía, ni nocturna ni diurna, parecía tener un tinte de inminencia, y co- [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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