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difunto Scyld también usaba puñal. Carse se apoderó del arma y la escondió bajo su
túnica, mientras impartía a Boghaz las últimas instrucciones.
En seguida, Carse entreabrió la puerta lo justo para poder salir. A su espalda se oyó
una voz ronca, aceptable imitación de Scyld ordenando a un soldado que se acercase.
Cuando se vio obedecida, la voz que remedaba a Scyld agregó:
-Conduce a este esclavo al banco que le corresponde. Luego montarás guardia aquí; la
Señora Ywain no desea ser molestada.
El hombre se cuadró para alejarse luego empujando a Carse. La puerta del camarote
se cerró de golpe, y Carse pudo oír cómo la atrancaba Boghaz por dentro.
Cruzaron la cubierta y bajaron por la escala. «Cuenta el número de soldados. Piensa
en cómo vas a hacerlo.»
No. No lo pienses, o no lo intentarías nunca.
El hombre del timbal, esclavo también. Los dos Nadadores. El cómitre, de pie al
extremo más próximo de la pasarela, fustigando a un remero. Hombros en fila, doblados
sobre los remos, en continuo vaivén. Hileras de rostros: rostros de ratas, de chacales o de
lobos. Chasquidos y crujidos de los maderos. Olor a sudor y agua de sentina. Rítmico,
incesante batir del timbal.
Carse fue entregado al poder de Callus, y el soldado giró sobre sus talones para
alejarse. Jaxart ocupaba de nuevo su lugar en el banco, acompañado de un flaco sarkeo
con trazas de delincuente, que tenía una cicatriz en la cara. Cuando se aproximó Carse
apenas si repararon en su presencia.
Callus empujó brutalmente al terrícola para hacerle ocupar el sitio sobrante. Mientras
Carse se inclinaba sobre el remo, se agachó para aherrojarle a la cadena principal, sin
dejar de barbotar insultos.
-Confío en que irás a parar a mis manos cuando Ywain acabe contigo, ¡carroña! Será
divertido ver cuánto aguantas...
De repente, Callus dejó lo que estaba haciendo, y ya no volvió a decir palabra. Carse le
había atravesado el corazón con un gesto tan certero, que ni el propio Callus se dio
cuenta de lo que ocurría, hasta que dejó de alentar.
-¡Rema! -ordenó Carse a Jaxart con voz apagada. El corpulento khond obedeció al
instante, con un resplandor asesino en los ojos. El hombre marcado ahogó una breve
carcajada y siguió remando también, con alegría feroz.
Carse cortó la correa del cinto de Callus, de donde colgaba la llave de la cadena
principal. Luego, suavemente, dejó que el cuerpo exánime cayese a la sentina.
El hombre del banco opuesto lo vio, como también el esclavo que batía el timbal.
-¡Rema! -repitió Carse; Jaxart asintió con una mirada y todos mantuvieron el ritmo.
Pero los golpes de timbal fueron esparciéndose y acabaron por cesar.
Carse sacudió los brazos, dejando caer los grilletes. Su mirada se encontró con la del
esclavo del tambor y éste reanudó el ritmo. Pero ya el segundo cómitre corría a popa,
dando grandes voces:
-¿Qué ocurre aquí, cerdo?
-Me duelen los brazos -se lamentó el hombre.
-¿Conque te duelen, eh? ¡La espalda va a dolerte, como vuelva a ocurrir esto!
El hombre del banco opuesto, un khond, habló en voz alta y con sorna, al tiempo que
soltaba el remo:
-Aquí van a ocurrir muchas cosas más, canalla sarkeo.
El cómitre hizo ademán de abalanzarse sobre él.
-¡Cómo! ¡Nos ha salido un profeta entre los inmundos!
El látigo se alzó y abatió una sola vez, pero Carse ya estaba al quite. Una mano le selló
la boca al enemigo, mientras la otra clavaba el puñal. Otro cuerpo rodó rápida y
silenciosamente hacia la sentina.
Un rugido feroz corrió por la fila de bancos, acallado en seguida cuando Carse levantó
ambos brazos en un gesto de advertencia, dirigiendo la mirada a cubierta. Aún no se
había dado la alarma. Los que podían hacerlo no tuvieron oportunidad.
Inevitablemente se rompía el ritmo de la remada, pero esto no dejaba de ser corriente
y, al fin y al cabo, el asunto era de la incumbencia del cómitre. Hasta que se detuviera por
completo, nadie iba a fijarse. Con un poco más de suerte...
El tambor continuaba su tarea, bien fuese por buen sentido o por hábito. Carse hizo
correr la consigna:
-Seguid remando hasta que estemos todos libres de la cadena.
Poco a poco, la remada fue haciéndose más regular. Agazapándose para no ser visto,
Carse abrió uno tras otro todos los cerrojos. Sin necesidad de que se les advirtiera, los
hombres procuraron quitarse las cadenas en silencio, uno a uno.
Aun así, quedaban por liberar más de la mitad cuando a un soldado ocioso se le ocurrió
asomarse a la borda interior y mirar abajo.
Precisamente Carse acababa de soltar a los Nadadores. Vio cómo la expresión del
hombre pasaba del aburrimiento a la sorpresa y la incredulidad. De un salto, Carse se
hizo con el látigo del cómitre y dirigió un zurriagazo hacia arriba. Pero no pudo evitar que
el soldado ladrase alarma mientras la correa se enrollaba a su cuello haciéndole caer al
fondo de la sentina.
Carse ganó la escala, vociferando:
-¡Arriba los parias, la carroña! ¡Esta es nuestra oportunidad!
Y le siguieron como un solo hombre, rugiendo como fieras sedientas de venganza y de
sangre. Como un caudal incontenible, subieron por la escala esgrimiendo las cadenas.
Los que estaban todavía encadenados a sus bancos pugnaban como locos por liberarse.
Tenían la ventaja pasajera de la sorpresa, pues el ataque fue tan inopinado que la
alarma sorprendió al enemigo con las espadas aún a medias en sus vainas y los arcos sin
montar. Pero no sería por mucho tiempo. Carse no ignoraba que la ventaja iba a ser de
muy poca duración.
-¡Pegad fuerte! ¡Pegad mientras podáis!
Armados de cornamusas, de cadenas, o con sus puños desnudos, los galeotes
cargaron mientras los soldados se disponían a resistir. Carse con su látigo y su puñal,
Jaxart aullando el nombre de «Khondor» como grito de batalla, cuerpos desnudos contra
cotas de mallas, la desesperación contra la disciplina. Los Nadadores se movían como
pequeñas sombras pardas entre la confusión, y el esclavo de las alas rotas se había
apoderado, quién sabe cómo, de una espada. Los marineros acudieron en ayuda de los
soldados, pero las profundidades del navío aún no cesaban de vomitar nuevas huestes de
esclavos, que salían como lobos de su cubil.
Desde el castillete de proa y la plataforma del timonel, los arqueros empezaban a
cobrarse víctimas, pero cuando se entabló la lucha cuerpo a cuerpo no pudieron seguir
disparando, pues habrían herido a los suyos. El olor dulzón de la sangre invadió el aire;
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