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En tanto haya una mujer en esta casa, tendremos la seguridad de
encontrarla siempre en la escalera.
Querido Percival dijo el amable señor conde , esta señora tiene
muchas obligaciones que cumplir. Me parece usted demasiado injusto no
reconociendo qué las cumple maravillosamente.
¿Cómo está la enferma, querida señora?
Por ahora no hay mejoría, señor Conde.
Vaya, por Dios murmuró, y dijo luego, mirándome . Está usted
fatigada, y lo comprendo. Hay que encontrar a alguien que ayude a mi
esposa y a usted. Probablemente, no tardaré en encontrar la ayuda que
ustedes necesitan. Además, mi esposa se ve obligada a marchar mañana a
Londres. Volverá por la noche. Si está libre, vendrá acompañada de una
enfermera que todos conocemos y es de absoluta confianza. Le ruego que
no diga nada al doctor. Es un hombre celoso de su deber y sus atribuciones,
y no le gustará que escojamos nosotros lo que seguramente cree que debe
escoger él. Cuando venga aquí y conozca su habilidad y discreción, la
aceptará gustosamente. Lo mismo digo con respecto a Lady Glyde. Tenga
la bondad de ofrecer a ésta mis respetos.
Hablaba tan amablemente, y me había defendido en aquella ocasión con
tanto efecto, que quise demostrarle mi gratitud por sus atenciones. Pero Sir
Percival, con otra palabrota como la que ya antes había pronunciado, me
interrumpió llamando a su amigo. Los dos entraron en la biblioteca.
Continué haciendo lo que tenía que hacer, experimentando una viva
curiosidad por saber a quién se referían las palabras que había pronunciado
el señor. Sin duda, se trataba de una mujer. Dios me libre de cualquier mal
pensamiento, pero aquello había despertado en mí una viva curiosidad. Al
día siguiente, la condesa, sin decir nada que yo sepa con respecto a su viaje,
salió muy temprano para Londres, acompañándola hasta la estación su
amable esposo.
Por esta razón me quedé sola para cuidar a la enferma, y solamente se
produjo un incidente desagradable entre el señor conde y el doctor. Cuando
el señor conde volvió de la estación, entró en el saloncito de la señorita
Halcombe, y allí me preguntó por su estado. La señora y el doctor se
hallaban junto a la enferma. Yo le contestaba entonces que querían
sujetarla a un régimen, y que después de los violentos ataques de fiebre
quedaba en un estado de postración completa. Entonces entró el doctor en
el saloncito.
Buenos días, doctor dijo el conde con toda amabilidad . ¿Sigue sin
mejoría la enferma?
Yo encuentro mejoría contestó el doctor.
¿Insiste usted en tratarla por ese régimen que tanto la ha debilitado?
Insisto en el régimen que me parece más conveniente.
Permítame que le haga una pregunta, que no es ni mucho menos un
consejo: está usted un poco alejado de los centros científicos más
importantes, como son París y Berlín. Tal vez haya usted oído hablar de
que los aniquiladores efectos de la fiebre, se combaten por medio de
fortificantes, con objeto de animar el decaído estado del paciente. ¿Ha oído
usted hablar de esto?
Cuando sea un doctor quien me haga estas preguntas, tendré sumo placer
en contestar a ellas. Ahora, no veo la necesidad de hacerlo.
El conde, habiendo recibido este exabrupto, perdonó la ofensa como un
verdadero cristiano y contestó con su reposado tono de voz:
Buenos días, doctor Dawson.
Ojalá mi querido y difunto esposo hubiera conocido al conde. ¡Qué bien se
hubieran apreciado ellas dos almas tan cristianas!
En el último tren regresó la condesa acompañada por una enfermera.
Dijeron que se Llamaba señora Rubelle. Su aspecto y lo mal que hablaba el
inglés denunciaban a todas luces a una extranjera.
Mi nunca bien llorado esposo me inculcó la piadosa idea de que hay que
tener una consideración indulgente para con los extranjeros. Por esta razón,
no, diré que la señora Rubelle era una persona pequeña y seca, que tendría
unos cincuenta años y que por su morenez parecía una criolla. Además, sus
ojos eran pequeños e inquietos. Tampoco diré nada de su vestido de seda,
que me pareció muy valioso para su situación económica. Desde luego, no
diré nada de esto. A mí no me gusta que me critiquen, y por eso no criticaré
a nadie. Diré tan sólo que sus maneras eran muy reservadas, y que
demostraba la misma desconfianza que los gatos.
Se quedó en que la enfermera comenzaría a actuar él día siguiente. Yo
volví a velar a la enferma y vi sorprendida que la señora se negaba a que la
enfermera comenzara sus funciones. Esta descortesía para una extranjera
me pareció indigna de su educación.
Señora me atreví a decirle , no debemos formar juicios temerarios, y
mucho menos cuando se trata de extranjeros.
Lady Glyde comenzó entonces a llorar y a besar las manos de su hermana.
A la mañana siguiente nos llamaron al salón a la enfermera y a mí. Se
trataba de presentar a la recién llegada al doctor. Pero en lugar de aparecer
éste en el salón, me mandó a buscar al comedor, donde se encontraba. Le oí
escandalizada. Bruscamente me dijo que no aprobaba la elección de aquella
enfermera buscada por aquel gordo charlatán, como llamaba al conde; que
le había pedido a Sir Percival que la despidiera, pero que éste le había
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