54. Fogwill, Rodolfo Los Pichiciegos 

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retirado que estaba como voluntario siempre decía lo mismo: para él, ésa era otra de las cosas
increíbles de esa guerra de mierda.
 Barcos sé  comentaba que hay que atraen aviones, pero de a uno, y los deshacen justo antes de
llegar. Ahora, que queden los aviones pegados contra el cielo, como si hubiera algo pegajoso en el
cielo, eso ni me lo puedo imaginar...
 ¿Vos crees?  me preguntó.
 ¿Lo que decís?  le dije.
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 Sí, lo que digo  dijo.
 Lo que decís lo creo  le respondí.
 ¿Podes creer  me preguntaba que muchos de los que vieron la Gran Atracción, al día siguiente ya
no la querían creer más...?
 Sí.
 ¿Sí qué?  me preguntó. Estaba distraído con sus recuerdos, jugando con el voile de la cortina de la
ventana de la calle Las Heras.
 Sí  le recordé , puedo creer que hay gente que lo vio y que después dejó de creerlo. Eso sucede.
 ¿Hay casetes?  volvía a sentarse.
 Sí, sobran. No te preocupes. De eso me encargo yo  le aseguré.
 No me preocupaba. Era curiosidad. Estoy cansado  dijo y comenzó a desperezarse.
Miré el reloj. Quedaba mucho tiempo. Entonces le conté, para distraerlo, el cuento de Quiroga sobre
los barcos que se suicidan. Lo abrevié: van en un barco de lujo. Los pasajeros, damas y caballeros muy
distinguidos, son invitados a la gran mesa de los oficiales, para beber cognac en compañía del capitán.
El capitán es un viejo lobo de mar, de sienes tostadas, cabellos grises y un gran bigote color acero, con
forma de bigote de oso marino. El capitán comenta que a menudo, en el océano, se encuentran barcos
abandonados. Quien los encuentra sube a bordo y no ve huella alguna de tormenta ni de accidente.
Todo está bien, todo está en orden, pero ni una señal de vida se halla en la extensión impresionante del
barco. Las luces encienden, las radios sintonizan, las poleas de los guinches pueden girar y los motores
se ponen en marcha no bien el jefe de máquinas del barco que lo encontró cambia de barco y hace girar
la
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llave principal. Pero no se halla la menor señal de vida humana a bordo. "¡Ni huellas de marineros ni de
un ser vivo encuentran!", enfatizaba el maduro viejo lobo de mar.
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Reflexionan después que es buen negocio hallarlos, porque las compañías de seguros premian a la
tripulación de los barcos que recuperan barcos, pues les ahorra reponer su enorme costo con sus fondos,
siempre guardados en un buen banco de Londres.
Siguen bebiendo ese cognac de sobremesa. Las damas oyen, los caballeros cambian ideas; seguro
que alguien sueña con dedicarse a descubrir barcos y llenarse de plata, y un señor muy refinado y
elegante, entrado en años, con una calva sostenida sobre largos y pensativos mechones de esa suerte de
canas que sugieren, a la primera vista de quien lo conoce, que se trata de una persona confiable, segura,
noble y poco propensa a gastar bromas, le dice al capitán que a él le consta la existencia de barcos
deshabitados, y para justificar su convicción cuenta que cierta vez, en su juventud, viajando con su
difunta esposa, pudo observar ese fenómeno.
Iba en el barco  cuenta el caballero , era una mañana gris, cielo de cinc, el mar en calma chicha
parecía un cristal largamente azogado por el tiempo y todo iba bien a bordo, hasta que un marinero
entreabrió la ventana lateral del puente de mando, y desde allí se arrojó a la achatada y clara superficie
del mar. Eso hizo: entreabrió la ventana, pasó una mirada insignificante en torno de sus compañeros del
puente, y sin decir agua va se tiró a la marina y azogada superficie del agua. Rato después, el primer
oficial, a cargo circunstancialmente del timón, cedió la rueda a un cabo, fue a la ventana aún entornada,
y sin decir agua va, al mismo mar, siempre azogado y gris, se arrojó con aplomo.
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Lentamente, uno a uno, los tripulantes fueron siempre lanzándose por la misma ventana. Corrió el
rumor en el pasaje: turistas de primera, muchos como él  el que contaba, el señor aplomado y maduro ,
disfrutando de sus primeras lunas de miel.
Y después del rumor todos querían mirar la ventanía entornada y uno a uno, sin comentar ni decir
agua va, ni saludar, se fueron arrojando a ese mar plenísimo y ancho...
¿Te interesa? Acaba pronto: acordate que iban de sobremesa en un lujoso barco, y que bebían el
whisky o el cognac de la sobremesa del capitán atendiendo al relato de los plomísimos suicidas
cayendo sobre el mar plomizo y aguachento.
El caballero apagó su cigarro, terminó su relato, bebió el último trago de su cognac o whisky,
auguró a todos muy buenas noches y sonriéndole con un dejo de viril melancolía a cada una de las
damas se marchó a su camarote. [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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